
A todos los hermanos
En el mes de noviembre un grupo de hermanos capuchinos tuvimos la oportunidad de participar en un curso de formación permanente en los lugares franciscanos de Asís y alrededores. Cuando en el curso uno de los hermanos nos hablaba de la visión franciscana de la vida, nos decía que la identidad de toda persona y de todo grupo se apoya o se basa en dos pilares: la memoria y los sueños. Cada uno de nosotros, a nivel personal e institucional, somos producto de lo que hemos vivido, de nuestra historia, de las experiencias, pero también estamos configurados por nuestros deseos, sueños, anhelos e ilusiones.
Creo que en estos tiempos litúrgicos de Adviento y de Navidad participamos plenamente de esta dinámica. Por un lado, refrescamos la memoria de todo un pueblo y de la comunidad cristiana, ante la expectación con la que ha vivido la venida del Señor, que es la manera de sentirlo presente en la propia historia y existencia. Pero, por otro lado, esa memoria va envuelta en los grandes sueños que, a través de los profetas, han animado su fe a lo largo de la historia. Sueños de paz, armonía, plenitud… salvación.
El sueño, como símbolo de la utopía, es un instrumento de Dios para construir la historia de la salvación. Dios hace soñar a las personas y en el sueño se hace promesa de que será posible lo que parece imposible. Adviento y Navidad no son sólo poesía, recuerdos, sino también compromiso de colaboración con el Dios liberador que no quiere hambre, ni esclavitud, ni ceguera, ni sufrimiento en el mundo.
Celebramos la Navidad en este tiempo en que hemos comenzado el Año de la Vida Consagrada. Los mensajes del Papa Francisco, sus palabras, distintos documentos, los cincuenta años de la Constitución Lumen Gentium y del Decreto Perfectae caritatis sobre la renovación de la Vida Religiosa nos animan a dar testimonio de nuestra vida en este año en el que estamos llamados a ser “testigos de la alegría”. Algunos de nosotros no participamos de aquel ambiente de alegría y expectación que supuso el Concilio Vaticano II, pero siempre os hemos oído hablar a quienes sí lo hicisteis de una manera positiva, que ilusionó la vida de la Iglesia y la Vida Religiosa desde las transformaciones que iban sucediendo.
Hoy se nos invita a mirar al pasado con gratitud, no para hacer arqueología o cultivar nostalgias inútiles, sino para ser capaces de vivir el presente con pasión y abrazar el futuro con esperanza. Una esperanza que no se basa en los números o en las obras, sino en Aquel en quien hemos puesto nuestra confianza.
En medio de la crisis, como la que estamos viviendo, una de las peores cosas que nos puede pasar es perder la esperanza. De ella decimos que es “lo último que se pierde”. Pero cuando se pierde, todo corre el riesgo de resquebrajarse y degradarse. Somos conscientes de que muchas personas se mueven en unos niveles muy bajos de esperanza.
Hace un año el Papa en una de las entrevistas decía: “Yo veo claramente qué es lo que más necesita la Iglesia hoy: la capacidad de curar las heridas y de calentar los corazones de los fieles, la cercanía y la proximidad…”. Por eso el nuestro es un tiempo de sanar, de curar, de reponernos y de ayudar a otras muchas personas a rehacer sus vidas.
Todos estamos invitados a que seamos personas que acogen, que al dolor o a la búsqueda de las personas no respondamos con legalismos y exigencias, sino con comprensión; personas que infunden paz y regalan ánimos a todas esas que están desfalleciendo por el camino. Estamos llamados a ser testigos y portadores de esperanza, que es una de las cosas que más falta hace en este mundo. Hoy, como nunca, nuestra sociedad necesita una Iglesia afectada, con sensibilidad profunda y auténtica. Éste es el verdadero tesoro que los cristianos llevamos en vasos de barro para que los demás puedan beber consuelo y esperanza.
Estamos llamados a vivir y trasmitir la alegría de la Navidad y tal vez a muchas personas esta alegría les parezca insoportable, casi algo indecente. Aun así, no tenemos derecho a desesperarnos por nuestro mundo. Dios nos pide que lo miremos con ternura y que trasmitamos esa gran convicción de que el amor es más fuerte que la muerte. Dios es “amigo de la vida”. Dios es la vida y la vida viene a nosotros. Que sepamos estar atentos en ese momento en que el amor se hace tan cercano y, al mismo tiempo tan secreto.
Mis mejores deseos de Paz y Bien para estos días y el nuevo año.
Madrid, 18 de diciembre de 2014
Benjamín Echeverría
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